Regresar al trabajo como quien vuelve de un crucero por los canales de Marte. Reencontrarse con la alegre tripulación, siempre en forma. Comprobar que sí, que nada cambia en siete días (y eso que son suficientes siete horas para poner patas arriba la vida de cualquiera), que seguimos a la deriva y dirigidos por ineptos que casi, casi, casi resultan entrañables en su dadaísmo involuntario. Y que la nave va, a ver si no...
Y despertarse el sábado para ver que llueve, acordarse de que el paraguas murió la semana pasada en acto de servicio. Echarse a reír, claro.
Por lo demás, bien. A ver la semana que entra...
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