Tarde de reposo en el edificio Baxter, asediado (eso sí) por un burbujeo hormonal que va y viene y grita y salta y corre: una legión de niñas con banderas inglesas y españolas, con pantalón corto, con los nervios a flor de garganta. Que vienen unos chiquitos de esos que cantan y arroban, One Piece, no, eso es un manga, One Algo, no me acuerdo ahora, y hay una flota de camiones de los de cinco ejes y lunas tintadas, de los que podrían haber fletado los Rolling o los de I.M.A. Gentes rudas al volante, roadies de manual, con tatuajes y barbas de chivo, acólitos de Satán, la fauna y la mitología del rock al servicio de esos niñitos, en fin.
Eso. Que no salgo de casa. Que hay que hacer deberes, y hay que recuperar sueño. Descansar un poquito.
Por mucho que griten. (Un griterío que da ternura, ¿eh? Nada que ver con el de los que se echan a la calle cuando pierde su equipo. O, peor, cuando gana su equipo.)
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