Dear Patagonia tiene dos mitades, como el planeta tiene dos hemisferios. La primera mitad es una experiencia emocional. También es una tormenta sensorial. Se siente el viento, se siente el frío. Está ahí el vértigo de los cielos titánicos, la fuerza brutal de un paisaje desolado. Y esos personajes tan pequeños y tan perdidos, esas historias minúsculas de soledades minúsculas. Luego está el otro hemisferio: llegamos a tiempos cercanos, las tierras del fin del mundo están en el recuerdo y los personajes se mueven en otra inmensidad de colmena, y las soledades son ahora urbanas. Y donde había antes el arrebato sensual de lo plástico y lo emocional, llegan las palabras para racionalizar y ordenar y fijar.
En Dear Patagonia hay, al final, un puñado de historias que vienen de un pasado casi mitológico y avanzan hasta hoy mismo, justo hasta que el autor tropieza con ellas. Y hay, me parece, un cierto desequilibrio: la segunda mitad "pesa" más, porque explicarse es siempre más complicado, mientras que es el primer hemisferio, el sensorial, el mítico, el que se recuerda con más fuerza una vez se cierra el libro. Con tanta fuerza, de hecho, que es inevitable volver a esas primeras páginas, una y otra vez, después.
Dear Patagonia, ha dicho Jorge González alguna vez, es un estado de ánimo. También es un viaje, digo yo: uno de esos viajes de descubrimiento, de los que generan leyendas.
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