Últimos días del año, ya saben. Anoche tocó cena con alguna gente del trabajo. Buena gente. A alguno hacía tiempo que no lo veía; contaba que del curro no echaba de menos nada, pero sí a la gente. Se marcha para Londres. Se despidió hace unas semanas, harto de que la empresa (es una contrata externa, de las que paga una mierda y exige sangre, sudor y lágrimas) lo explotara. Otra se acercó a saludar después, lleva ya unos meses en Oxford buscándose la vida. Siempre que vuelve por aquí viene a vernos.
A también estuvo, y contó que muy bien en su nuevo trabajo. Sobrevivió a sus vagamundeos, pero se ha traído, parece, un pasajero que los médicos no consiguen localizar. (Ya le he dicho: que mire bien debajo de su cama, no sea que haya una vaina ahí, con una A espumeante dentro. Que me avise y yo le doy un toque al doctor Richards a ver qué podemos hacer.) Laura Palmer cenó con nosotros, pero luego se perdió en la noche para reencontrarse con alguien a quien no veía desde hacía tiempo. La comida estaba muy buena y no faltó el vino. Además, estuvo buena parte de la tripulación...
En fin, eso: muchas risas, la extraña sensación de escuchar a dos gallegos mucho más jóvenes que yo hablando de grupos míticos de Vigo, y volver luego a casa con una taxista amable que sobrellevaba el cansancio con música soul y dando conversación. Y al día siguiente, es decir, hoy, falta de sueño y sesión intensiva en la cocina: pocas ganas ni de leer, fíjense ustedes.
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