Yo, qué quieren, no estoy cómodo con la idea de un museo convertido en atracción turística. No entiendo a los cientos de personas que, cada tarde (en horario de gratis, pero no sólo), entran preguntando qué se ve allí, por qué las obras importantes no están todas juntas, o qué se hace entonces si no se pueden sacar fotos. (Por no hablar de los que no entienden que las salas no son un lugar adecuado para que sus niños jueguen al fútbol, o que eso de darle golpecitos con los nudillos a las esculturas o comprobar con el dedo... ¡o la uña!... si la pintura de los cuadros se desprende o no, son insensateces impropias y censurables.) No entiendo esa batalla permanente por conseguir las filas de visitantes más largas, por meter en las exposiciones al mayor número posible de gente, incluso a presión.
En el caso del Prado, el punto de inflexión fue esa mítica exposición de Velázquez de hace dos décadas, cuando la gente hacía noche guardando la cola para luego, una vez dentro, irse derechitos a ver Las Meninas y pasar de largo delante de La Venus del Espejo. Desde entonces, todo ha sido una permanente carrera por conseguir otro pelotazo de esas características. Desde entonces, y cada vez más, el Prado está más y más cerca de convertirse en un centro comercial. (Que es, parece, la deriva general de los grandes museos de todas partes.)
Así que, qué sé yo... pero vamos, que el artículo me dejó un poco así... Dudoso, digamos.
(Actualizando: hace un ratito me he acordado, mientras lo hablaba, de que no he apuntado aquí una posible razón de que haya ahora menos visitantes en el museo... una razón que tampoco está en el artículo, pero que me parece de cajón: entradas a 14 eurazos.)
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