sábado, 25 de noviembre de 2006

caribeña

Me llega carta electrónica de Martinica. Allí, mi amiga B da clases de español a chavales grandes como puertas y, a menudo, con muy poquito interés por el idioma de Cervantes. Cuenta cosas de la vida diaria por allá, el machismo brutal que parece impregnarlo todo y que convive, caramba, con una cordialidad general a prueba de bomba. Habla del calor y la humedad, de la impresión de extrañeza cuando se plantea que ella suda cada minuto del día mientras aquí o en su Bilbao natal andamos ya con las luces navideñas, los paraguas y unos vientos de película gótica. Habla de una isla sin transporte público los fines de semana, y de la fauna autóctona (multípeda, o no) que se le cuela en la habitación de noche, a la que conviene enfrentarse con métodos directos: zapatilla en ristre y subida a una banqueta, si es necesario.

Habla también de su cansancio: madrugones diarios (a las seis de la mañana, en pie), hacer la colada a mano porque en su residencia no hay lavadora, la tensión de intentar mantener un poco de orden en las clases y enfrentarse a veces a más de un macarra arrogante. Y de su nostalgia por su tierra, y también por mi tierra. Y por la gente. Y de la cocina criolla, asombrosa.

Ah, pero me habla también, y se le nota la satisfacción, de lo mucho que está aprendiendo, humana y profesionalmente. De lo contenta que está de haberse decidido a aprovechar la oportunidad, de no haberse echado atrás.

Desde aquí lejos, bajo un cielo oscuro de nubes en fuga, me alegro por ella.

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