Lo que más me ha gustado de Rebétiko es la sensualidad que se respira en sus páginas. Esa manera de trabajar la luz, que me recuerda un poco al mejor Loustal, esa forma de dibujar a la gente, de mostrarla: sus actitudes, su manera de moverse. Algo que está más allá del argumento o de la secuencia.
En Rebétiko se cuenta una jornada particular en la vida de un puñado de músicos un poco golfos, vividores y sablistas, que protagonizan un peculiar descenso a los infiernos del que no volverán más sabios, pero sí más cansados, más melancólicos.
En Rebétiko no importa tanto la anécdota en sí, resuelta con rigor y la dosis justa de amargura, como el camino que se sigue. Camino soleado y serpenteante, con recodos en los que sentarse a fumar y hablar. Importa el sol, la luz, la sombra de una higuera para detenerse a beber. Importa la belleza de esas mujeres lánguidas, su manera de sentarse, su manera de mirarnos. Y la música: importa la música, usarla para explicarse, como salvavidas, como conjuro.
Proudhomme, ya lo he dicho, me recuerda un poco a Loustal en la luz y en lo sensorial de sus imágenes. Me recuerda también a Baru en la expresividad crispada de sus personajes, y en la ortodoxia de su narrativa. Me recuerda a más gente, pero al mismo tiempo no creo que se parezca a nadie hoy. Pueden verse páginas suyas (hasta el 17 de mayo) en el Espacio Sinsentido, y comprobar cómo toda esa sensualidad de que hablaba más arriba no depende del color, sino de una manera de componer y de dibujar.
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