Vive en el alféizar de mi ventana una araña joven. Ha instalado su tela entre los maceteros de cactus y acecha, cabeza abajo, durante todo el día en un ladito, disimulando, muy quieta. Tiene un cuerpo que es apenas la cabeza de un alfiler, y tiene patas largas, muy largas. De noche la he visto bailar reparando su tela, esa tela desordenada y un poco sucia que nada tiene que ver con las simétricas espirales de otras arañas.
Me pregunto qué hacer... No molesta, la pobre. No me molestan, en general, las arañas. Tengo un pacto con ellas: si no se cruzan en mi camino, yo procuro no cruzarme en el suyo. Me producen un asco infinito otra gente, de seis patas (por no hablar de bípedos, pero esa es otra historia), pero no los de ocho, que tienen un aire casi siempre marciano pero tan hogareño...
Ahí seguimos... ella en su rincón, a un lado de la ventana. Yo, al otro lado y en el mío.
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