domingo, 11 de diciembre de 2011

y más lecturas

A mí, con el tiempo, Seth me ha ido cayendo mal. Cada vez más. Ese personaje que interpreta, vestido de antiguo, quejoso del tiempo que le ha tocado vivir, amante de todo lo que tenga más de cincuenta años... Ese señor triste, en fin. Lo que no quita para que su obra me interese, y mucho. Con La vida es buena si no te rindes demostró que se puede ficcionalizar la autobiografía, y con Ventiladores Clyde utilizó los mismos mimbres para armar un relato que, ahora sí, se declaraba ficticio del todo sin renunciar a un gramo de carga emocional. Después descubrió a Ware y se perdió en meandros a veces desconcertantes, y adaptó algunas de las herramientas del autor de Acme Novelty Library a su propio discurso con resultados deslumbrantes: ahí está George Sprott. Pero si hay algo que caracterice a toda su obra, incluídos sus trabajos de ilustración, es la melancolía. Y una cierta celebración nostálgica de un pasado que es en sí mismo ficticio, un ideal estético construído desde la distancia segura y engañosa que proporciona el no haberlo vivido.

Todo esto viene al caso de que leí hace ya algunas semanas The Great Northern Brotherhood of Canadian Cartoonists, una fantasía elaborada, según cuenta el propio autor, a partir de unos apuntes de su cuaderno de notas, y que viene a abundar en lo que decía unas líneas más arriba: nostalgia. En este caso, el narrador visita la sede de la asociación que da título al libro y constata el abandono en que el edificio se encuentra. Mientras recorre sus salas desiertas, sus pasillos, sus distintas dependencias, rememora su historia, que es la de un pasado dorado en el que los historietistas eran respetados como artistas y sus trabajos recibidos como hoy se reciben los de algunos grandes escritores o directores de cine, una Arcadia en la que la historieta era reconocida y tratada como Cultura (así, con mayúsculas), y aplaudidos sus autores por las masas. El deterioro del edificio deja claro que las cosas han cambiado y que todo eso pertenece a un tiempo ya pasado, un tiempo mejor.

En lo formal, Seth está en su mejor momento: su manera de dibujar, despojada y vivaz, se acerca al espíritu de apunte informal con que la historia nació, y la narración fluye con esa aparente facilidad que es ya marca de la casa. Es cierto, también, que no hay nada en este libro que no estuviera ya en Wimbledon Green, con el que forma un peculiar díptico, así que el factor sorpresa brilla por su ausencia. (Claro que Seth no es alguien muy dado a sorprender con su trabajo...) Pero sí, el resumen de todo esto es que sí, que el libro me gustó, que merece la pena. Por muy mal que me siga cayendo el señor Gallant.



Adrian Tomine, en cambio, no me cae mal. Reconozco que, durante un tiempo, no pude evitar un cierto resquemor: tan joven y con tanto talento... Y ese empeño en contar historias tristes, además. Hoy todo eso ha cambiado. Me voy acostumbrando a que casi todo el mundo (tanto en mi entorno como entre la gente a la que leo) sea más joven que yo (a veces, tanto que casi da vértigo). Y el amigo Tomine ha ido abriendo su abanico temático, sus personajes parecen menos envarados y hasta se permite guiños de comedia de cuando en cuando (en especial en los casos en que él mismo es el protagonista, como ocurría en ese librito que comentaba por aquí no hace mucho).

En la última entrega de su Optic Nerve, el tebeo de grapa que ha ido recogiendo durante los últimos (muchos) años sus trabajos de manera aperiódica pero fiel, vemos a un Tomine inquieto, que explora caminos abiertos por Clowes o (de nuevo) Ware. Fiel a su tono, fiel a las historias que le gusta contar, es quizá, de todos ellos (los independientes americanos, ya saben), el más cercano a una sensibilidad mainstream, el más comercial y accesible. No queda claro qué va a hacer a partir de ahora, cuando es ya el último bastión del tebeo de grapa... Yo espero que, sea lo que sea, no tarde en decidirse y se ponga manos a la obra.




Y, después de tanta melancolía y tanta introspección, no quiero dejar de señalar aquí que salió ya a la venta la segunda entrega de Batu, editada por Bang a través de Mamut. Que en sus páginas luminosas vamos a cavar un túnel con Batu que nos llevará a la China, que después nos sumergiremos en las profundidades marinas en un batiscafo de cartón y seguiremos luego hasta el País del Sueño. Todo eso y un buen puñado de sonrisas, por 10 €... No sé a qué esperan.

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