Mañana es uno de esos días de campaña institucional llena de buenas intenciones e impotencia práctica: contra la violencia de género. Una realidad nauseabunda que anida a dos pasos de nuestra vida cotidiana; a un paso, incluso. Una realidad que hunde sus raíces en la ponzoña de pequeñas tiranías, de comportamientos arrastrados, de actitudes que pasan desapercibidas por comunes, por asumidas... y hasta "comprendidas", ese primer paso antes de la aceptación, si no del aplauso.
Querría ver en la calle, mañana (y todos los días, pero también mañana), a todos los políticos.
Querría ver en la calle, mañana, cada día, a todas esas figuras públicas que, en su momento, hace no mucho, exigían (exigían, atención al verbo) a las gentes de la cultura, del cine, a los manifestantes que a miles invadieron nuestras ciudades para protestar por la reciente guerra de Irak, que se manifestaran también contra el terrorismo vasco, que se significaran, que por obligación (no sé si democrática: palabra comodín como pocas) dijeran en voz alta lo que es obvio: que se está en contra, que no se admite. Querría verlos, sí, mañana en la calle, a todos los que acusan con el dedo y parecen no estremecerse con la lista de muertas, de asesinadas, de dañadas: la sangrienta punta de un iceberg moral cuya podredumbre parece que descienda hasta el centro del planeta.
Con ellos, a los obispos que asienten y predican resignación, y hasta acusan a las víctimas con sus argumentaciones ladinas. A los que jalean a las figuras públicas condenadas (no acusadas: condenadas ya, demostrados su culpabilidad y su delito): alcaldes, por un poner. A los muchos del "algo habrá hecho"; a los que se niegan a entender que uno (una) no siempre puede irse, que es una terrible injusticia, un dolor añadido, tener que huir, esconderte, abandonar familia, trabajo (si lo hay, claro), amigos... para enterrarse y rezar, pedir, desear, esperar que no te encuentren, que no den contigo porque la escopeta, el cuchillo jamonero, la paliza letal, la gasolina y el fuego. A los que no saben ver, comprender, el miedo, el miedo que atenaza y anula.
Y a los jueces. A tantos jueces.
¿Demagogia? Quizá...
Pero quien se haya parado a mirar, quien haya sido testigo de la obsesión de algunos, de esos que siguen, que esperan a la puerta del trabajo, de los que no aceptan el no por respuesta... Esa obsesión que algunos, muchos (demasiados) confunden con la cercanía, con el amor, incluso...
Quien lea las estadísticas, frías, cifras alineadas, tantas muertes, tantas agresiones, el alto porcentaje de violencia oculta, no denunciada...
Demagogia es culpar a la víctima, culpabilizarla mediante algo tan común, tan doloroso, como la indiferencia, las peroratas psicológicas, las excusas sociológicas o los paños calientes religiosos.
Demagogia es no admitir que el problema es grave, terrible. O, peor aún, hacer como que no existe, mirar a otro lado... incluso cuando toca demasiado cerca.
Mañana será un día de programas de televisión duros, de grandes palabras, de compromisos.
El viernes, seguramente, alguien más pasará a engrosar las estadísticas de la muerte.
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El sol brilla hoy, el cielo está azul... pero el sabor amargo no se va de la garganta.
Pero tampoco quiero que se vaya.