Caramba, sí que ha bajado la temperatura.
Todo el día en danza: por la mañana, clase; una incursión rápida después para comprar el nuevo Javier Marías (Tu rostro mañana. Baile y sueño) antes de ir a trabajar; reunión de sección sindical luego, a la salida. Total, que llego a casa casi a las diez. A punto para dejar grabando las cosas orientales de Canal+ y ver un rato de Gran Hermano, ese circo progresivamente inexplicable y, aún, hipnótico.
Sí, procuro seguir a Marías. Leo sus columnas en El País y me gustan algunas de sus novelas. De hecho, las dos últimas (tanto Negra espalda del tiempo como la anterior entrega de Tu rostro mañana) me parecen de lo mejor que nunca ha firmado. Acaso porque mezcla invención y recuerdo de una manera personal que me atrae de forma especial, no sé... Admito que no todas sus obras me interesan por igual, y las compilaciones de artículos y ensayos me resultan mucho más satisfactorios que alguno de sus libros de ficción... Pero admito, también, que este último invento suyo, un poco benetiano, me tiene enganchado del todo.
(Sí, veo, con fidelidad errática, Gran Hermano. Los jueves. Casi nunca veo cómo termina el programa... pero lo veo, en cualquier caso. No es antropología ni sociología. Ni siquiera es morbo o tedio. Es tan simple como esto: me río.)
De la reunión no les voy a contar: mucho ruido, por así decir, pero las nueces son pocas y están más que contadas. Alguien ha llevado galletas (una de esas cajas míticas de surtido) para entretener la espera... Algo es algo.
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La piel fría, que casi estoy terminando ya de leer, es pura serie B. De monstruos. Rápida, con su punto de vértigo y su gesto de desesperanza. No cambiará los derroteros del género (de ninguno), pero se lee rápido y deja buen sabor de boca.
No es poco.