lunes, 8 de noviembre de 2004

Arqueologías... (2)

Durante un tiempo, mis colaboraciones (erráticas, heterogéneas, dispersas...) en Dentro de la viñeta aparecieron bajo el título de Godzilla. Que recuperaba, de alguna manera, aquel Conexión Godzilla que, hace ya unos años, escribiera para El Maquinista Mensual.

No hace mucho, decidí cambiar un poco el registro, centrarme. Inventé Té para dos, que abrí con un texto en torno a Taniguchi y la tradición del ukiyo-e... que me quedó un poco frío, me temo. Aspiraba a ser más informativo que emocional... y me aburrí enseguida: la segunda entrega fue muy distinta; la tercera, también.

En la mudanza, y debido (también) a retrasos imprevistos, se quedó inédito un Godzilla. Repasado ahora, creo que no está fuera de lugar reproducirlo aquí: habla del invierno, de un par de álbumes que merecen ser recuperados, de un escritor excepcional.


GODZILLA 2003.1

Ayer nevó en Madrid. Toda la tarde estuvo nevando con fuerza. Hoy, el cielo está gris, preñado de una luz invernal que presagia otro día de mucho frío.

Uno miraba ayer por la ventana, y la sonrisa más boba se le quedaba prendida en los labios viendo arremolinarse al otro lado del cristal los copos de nieve. Durante unas horas, el petróleo y los tambores de guerra, la indignación, las playas negras, quedaron en segundo término, y sólo había ojos para la nieve que iba cuajando, esponjosa, en el césped de los jardines y en los techos de los automóviles, en los tejados, en el alféizar de la ventana.


País de nieve, una novela de Kawabata Yasunari editada hace unas semanas por Emecé: una lectura hermosísima y reposada. Y habrá quien me reproche que ya estoy con mis japonesadas de costumbre… pero si sabéis quién era el gran Hokusai, si habéis disfrutado de sus elegantes grabados, si os interesa mínimamente la literatura, el arte de narrar, de expresar con palabras, de construir con frases y silencios una red en la que atrapar la emoción; si alguna vez os habéis parado a admirar la serena belleza de un jardín zen, uno de esos rincones de piedras y arena que parece detener el tiempo en su simplicidad, entonces debéis leer este libro breve y preciso, una delicada historia de amor y de renuncia, de deseo, de ausencia, que se beneficia de una prosa transparente y contiene en sus páginas un buen puñado de imágenes arrebatadoras. No lo olvidaréis con facilidad. Aún mejor: no lo querréis olvidar nunca.


Y si hablamos de belleza y serenidad, de delicadeza, de elegancia, por qué no mencionar también el libro de Calo que De Ponent ha puesto en la calle, Al servicio de las damas, una recopilación de trabajos dispersos que confirman la voluntad del joven autor por ahondar en su personal universo sentimental. En sus historias hay una búsqueda consciente de un determinado clima, de un tono emocional. Una búsqueda en la que echa mano de todos sus recursos, que no son pocos: puesta en escena, ritmo, diálogos, incluso la línea, la pura línea que delimita a sus personajes, esa línea que define el mundo en cada una de sus viñetas. Un mundo un poco lánguido, con aires de pop francés, con sabor a bossa nova. Un universo en el que hasta la gratuidad de alguna escena de sexo se ve atemperada por la fuerza de sus personajes femeninos y por el respeto de que hace gala Calo. Respeto, elegancia y riesgo, sí, porque arriesgado es atreverse a contar historias cotidianas como Hijas mías o Mamá ha tenido un pequeño mocoso, arriesgado es conmover, arriesgado es ocuparse de las cosas mínimas, esas mismas cosas que constituyen la letra pequeña de la vida. Y es ese mismo riesgo, ese respeto por el lector, lo que hace de este libro una de las joyas del año. Ojalá que no caiga en el olvido en las próximas votaciones barcelonesas.


Y si hablamos de riesgo, no es poco el que supone la edición del último trabajo de Francesca Ghermandi, Bang, estás muerto, otra apuesta difícil y estimulante de Sinsentido. El libro retoma el universo formal de su anterior título, Pastilla, pero introduce una atmósfera enrarecida y hasta sensual que convierte su lectura en una experiencia difícil de describir, una aventura a la que no es ajena el extrañamiento de una narrativa un poco sonámbula y un uso del color francamente desconcertante. Como algodón de azúcar envenenado, las imágenes se nos enredan en los dedos al tiempo que pasamos las páginas, y una pegajosa sensación de pesadilla va invadiéndonos lentamente. Es difícil no volver a hojear el álbum inmediatamente después de haberlo leído, como para convencernos de que no lo hemos soñado. O, más bien, para asegurarnos de que el sueño, la pesadilla, no es nuestra. Una pesadilla blanda, dulzona, que sigue con nosotros incluso muchos días después de haber cerrado el libro.


El cielo sigue gris, el invierno se asoma a la ventana y aquí al lado, sobre una silla, esperan más historias, otros libros, nuevas páginas que leer. Escribo con música suave, me levanto de cuando en cuando, paseo por el pasillo, hojeo otra vez el álbum de Calo o el tomo que ha editado Taschen dedicado al grabado japonés, una joya que no debería faltar en las estanterías de ningún lector de esta columna.

El tiempo pasa despacio y uno, mientras mira por la ventana como un bobo, se pregunta si contar estas cosas, estas minucias, interesará a alguien. Aparte de a los amigos, claro.

No importa. Cuenta contarlas, cuenta que se publiquen. Cuenta, claro, que se lean. Trocitos de mis días. Páginas sueltas de lo que va pasando por mi cabeza. En eso consiste todo: lo que me pasa por la cabeza y alguien que lo lea. ¿Para qué más?
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Parece que no haya pasado el tiempo...