En lo aparente, la tercera entrega de Profesor Bell podría casi definirse como grotesca: un mono gigante, el experimento que lo convierte en monarca de la manada, el guiño final; y un protagonista que se aburre, y el fantasma que se empeña en arrancarlo de las garras del tedio, en una ecuación que casi se diría doméstica. Pero su lectura, sin eludir precisamente eso, lo grotesco, vuelve a sorprender, como sorprende un Tanquerelle mimético que ajusta su estilo al de las dos anteriores entregas (obra de Sfar también en lo gráfico). La sorpresa viene de la sensación de familiaridad que cada escena, cada plancha casi, provoca. En todo momento transita el lector por escenarios que, de una u otra forma, parecen robados de otras historias. Hay una especie de colección de referencias que son más plásticas que otra cosa, la construcción de una atmósfera sugerente que, al tiempo, provoca una curiosa sensación de extrañamiento, como si estuviéramos viendo una película con los rollos cambiados, como si la banda de sonido, los diálogos, correspondieran a otra historia. (Y ese color, además...)
Tras una larga espera, El carguero del Rey Mono (un título que no hace referencia al clásico chino) supone un reencuentro más que agradable con los personajes de Sfar, que firma aquí el álbum más oscuro y turbador de la serie, el más melancólico, el más extraño; el que más me ha gustado. (Y el guiño del final es más que eso: es un poema, una bella paradoja.)
Tras una larga espera, El carguero del Rey Mono (un título que no hace referencia al clásico chino) supone un reencuentro más que agradable con los personajes de Sfar, que firma aquí el álbum más oscuro y turbador de la serie, el más melancólico, el más extraño; el que más me ha gustado. (Y el guiño del final es más que eso: es un poema, una bella paradoja.)
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