sábado, 28 de agosto de 2010

azul

(Prólogo para la reciente edición que de Los 12 trabajos de Hércules, de Miguel Calatayud, hizo este año Edicions De Ponent.)

Lo fácil sería ceñirse a la nostalgia. Guardo pocos recuerdos de la infancia, y algunos son viñetas, páginas, tebeos que por alguna razón me impactaron: Spiderman está en muchos de ellos, como el pelo corto y despeinado de Comanche. Y este Hércules sorprendente que piensa antes de utilizar su fuerza, este Hércules un poco melancólico que sostiene en sus brazos el cadáver de la reina de las amazonas y se pregunta por el sentido de su muerte.

Lo fácil sería, sí, ceñirse a la nostalgia y hablar de los tebeos de entonces, de lo que entonces suponían en nuestras vidas, de cómo crecieron con nosotros y de cómo nosotros crecimos, con ellos o sin ellos; de lo que queda en nosotros, hoy, de esas historias, de esos personajes. Pero es que hablamos de Miguel Calatayud, y él es el primero que rechazaría algo así. Él es el primero que renuncia a la nostalgia a la hora de hablar de sus trabajos para Trinca, y lo hace de manera premeditada, con ese tono pragmático y jovial con que él habla de sus cosas. Y seguramente se enfrenta a sus páginas rescatadas con pudor, con el asombro de quien hojea viejos álbumes de fotografías y se reconoce apenas en ese jovencito desdibujado que aparece en ellas; con un secreto regocijo por el reencuentro, pero consciente siempre de que son lo que son, lo que eran: un trabajo de entonces que define al Calatayud de entonces, y que también habla de cómo eran las cosas en su quehacer diario, en su vida... y en la vida de todos. Lo que ocurre es que ese autor de entonces, con ese trabajo de entonces en Trinca (Peter Petrake y Los 12 trabajos de Hércules), rompió moldes, echó abajo tabiques y dejó todas las puertas abiertas de par en par para que por ellas entrara la modernidad en nuestros tebeos. La modernidad de entonces, sí. Que, si uno se para a pensar, se parece mucho a la modernidad de hoy: ahí está, por ejemplo, esa recuperación que algunos autores de la nueva BD hacen de formalismos y estéticas de los mil novecientos sesenta.

Lo fácil sería ceñirse a la nostalgia y aprovechar para contextualizar, hacer un apunte de lo que era Trinca y de lo que supuso para nuestra Historieta, citar a sus autores señeros, contar lo que fue leer sus páginas. Pero lo uno se ha hecho ya, y probablemente alguien más lo hará en este mismo libro (y lo hará mejor de lo que yo lo haría), y de lo otro no puedo decir nada: no tengo recuerdos de haber leído la revista, únicamente de haber leído, desordenadas y sin continuidad, las diferentes entregas de Los 12 trabajos de Hércules. Sí puedo contar la extrañeza que provocaba en mí el trabajo de Calatayud, lo poco que esas planchas se parecían a las del resto de los tebeos que entonces leía. Y puedo contar, hoy, por qué mi extrañeza, algo que entonces era incapaz de ver: son episodios muy cortos que desarrollan la anécdota a una velocidad vertiginosa, pero la sensación que las imágenes transmiten no es de urgencia sino de reposo, de contemplación. Hay en estas páginas un dominio del medio que hoy abruma, y hay una muy sana combinación de recursos y elementos propios de la Historieta y de la ilustración, una combinación inédita por entonces en nuestros tebeos y que todavía hoy no acaba de entenderse bien. Hay también, y esto no suele decirse a menudo, un guionista inventivo que manipula y se preocupa de jugar con la estructura de cada capítulo, de manera que ninguno sea como los demás.

Lo fácil sería ceñirse a la nostalgia, pero es que no cabe hacerlo una vez se vuelven a contemplar estas páginas, no hay nostalgia posible cuando se vuelven a leer. Porque uno entonces descubre que sí, que está en ellas todo ese sabor de hace cuarenta años, el cartelismo de la época, esa estética tan característica, los colores maravillosos, las composiciones sorprendentes en cada viñeta... pero es que su lectura seduce por moderna, por contemporánea. Se puede leer este libro como si Miguel Calatayud lo hubiera inventado ayer mismo. Y no sólo porque en él esté ya el germen de sus obras posteriores (como lo está en Peter Petrake), sino porque resulta tan fresco e ingenioso, tan sólido, tan maduro como si el tiempo no hubiera transcurrido.

No cabe la nostalgia si se contempla a ese Hércules de la última viñeta, de perfil y agitado por el viento en su Fortaleza de la Soledad, decidido a combatir en lo sucesivo la injusticia de los hombres...


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