Eso, que ya hace (desde ayer) cien años que el señor Winsor McCay, uno de los padres de esto, publicó por vez primera las aventuras oníricas de su niño Nemo, el mismo que en cada plancha cerraba la peripecia con una caída de la cama, el que vivía cada noche en un país regido por la imaginación desbordada y por una niñita pálida y frágil como la porcelana.
Cien años y el medio no ha evolucionado gran cosa. (Si apuramos, casi habría que decir que ha involucionado, en cuanto a lenguaje y capacidad de invención.) La industria sí, a la industria le han crecido tentáculos por todas partes y eso... pero el lenguaje, ay...
Cierto es que, hace cien años, todo era nuevo. Los pioneros lo eran con todas las consecuenias. Cada cosa que hacían, cada experimento, cada ocurrencia, eran nuevos. Funcionaban o no, pero eran inéditos. Escribían sobre una pizarra que nadie había manchado antes. Abrían sendas en un campo que se iba inventando sobre la marcha.
Los que vinieron después se encontraron los caminos ya trazados, las pautas estaban firmes ahí, muy claras. Era cosa de adentrarse más, desarrollar.
Pero leer ahora Little Nemo in Slumberland, como leer Gasoline Alley, Polly and her pals, Krazy Kat, Thimble Theatre, es descubrir un universo creativo en plena efervescencia, arrebatador, riquísimo. Nada posterior ha igualado nunca lo que en esos años se hizo, la creatividad que se derrochaba en esas tiras diarias, en esas dominicales espectaculares.
Alguien ha dicho (y se ha citado tantas veces ya que he perdido la pista de quién fue) que el futuro del medio está precisamente ahí, en su pasado.
No es una frase gratuita, me parece. (Otra cosa es cómo traducir al hoy todo eso que se hizo ayer...)
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Por lo demás, bonito día: cielo azul, sol cálido, ambiente fresco...