lunes, 31 de octubre de 2005

tinta y agua

Akiko vivía en la Luna, y pasaba las noches asomada a los paisajes de nuestro mundo. Lagos y aldeas, bosques oscuros, palacios abandonados y abruptas montañas… Nada escapaba a su mirada, todo despertaba su curiosidad. Tanto se asomaba, tanto se inclinaba desde su balcón para ver mejor, que una noche perdió el equilibrio y cayó, con tan mala suerte que acabó chapoteando en un lago apartado y solitario.

En la Luna, como sabemos todos, hay muchas cosas. Hay gatos perezosos y hay liebres atareadas, hay jardines de piedra y hay ciudades de cristal. Lo que no hay es agua. Ni una gota de agua. Así que la pobre Akiko no sabía nadar, y agitaba los brazos mientras intentaba no hundirse en el lago. Menos mal que el joven Osami, como cada noche, había echado su red para pescar algo con lo que dar de cenar a su hermana, y tiró de ella hasta sacarla a la orilla.

- ¿Quién eres tú? – le preguntó, sorprendido, mientras ella se desenredaba y sacudía su pelo blanco y tosía, arrodillada en la hierba húmeda.

- Me llamo Akiko y he caído aquí desde mi casa, allí arriba. – Y señaló a la Luna, redonda y amarilla en el cielo.

Osami, aturdido, no podía dejar de mirarla mientras recomponía su ropa mojada.

- Te agradezco que me hayas salvado, y para corresponderte te concederé tres deseos.

- ¿Tres deseos?

- Así es. Las tres cosas que más desees.

Osami, pensativo, contempló su pobre red llena de remiendos y miró después el rostro pálido de la muchacha.

- Ahora, lo único que necesito es un pescado bien grande y sabroso para dar de cenar a mi hermana Haru, que me espera en casa.

- Muy bien. Que sea un pescado para la cena, entonces.

Y, en ese mismo instante, un pez enorme y plateado saltó del agua para agitarse, brillante, sobre la hierba de la orilla. Sus agallas eran rojas y en sus escamas parecían brillar todas las estrellas del cielo.

Asombrado y feliz, Osami se inclinó ante Akiko.

- Muchas gracias, Akiko-san. ¿Me harás el honor de acompañarme para compartir con nosotros tu regalo?

- El honor será mío, buen amigo.

Y, juntos, se encaminaron al bosque.



Cenaron un poco de arroz y algunas verduras, además de la carne blanca y sabrosa del pescado. Después, la pequeña Haru sirvió un poco de té caliente, aromático. La noche era fría, y los mil sonidos del bosque se dejaban oír tras las endebles paredes de la cabaña.

- Mi familia no tardará en venir a buscarme, - dijo Akiko mientras dejaba que el calor del té atravesara el cuenco y confortara sus manos heladas. – Quedan aún dos deseos por conceder…

Osami bebió un sorbo de té, indeciso. Había tantas cosas que podía pedir: una casa sólida, una red nueva para pescar cada noche… Pero su hermanita decidió por él. Se acercó a Akiko y murmuró en su oído.

- ¿Tu madre? Muy bien, que así sea.

El joven dejó caer el cuenco, derramando lo que quedaba de té. Haru agachó la cabeza. Un susurro en la puerta y los pasos vacilantes de alguien en la oscuridad. Una figura se arrodilló con ellos a la mesa. Traía la bruma de la noche enredada en el pelo encanecido, su harapiento kimono olía a tierra húmeda, un musgo espeso embozaba su rostro de muñeca rota. La niña se abrazó a ella, ajena al olor que invadía la habitación.


Osami contó con voz ahogada de congoja cómo su padre había sido explorador del shogun, cómo sus viajes fueron cada vez más largos y peligrosos, cómo una tarde de cielo rojo recibieron su katana envuelta en un kimono sucio de sangre, con las palabras de condolencia del enviado de palacio. Y contó cómo su madre, comida por la pena, había sacado adelante a los dos hermanos hasta que una enfermedad callada y terrible la devolvió al lado de su marido en el otro mundo, dejándolos solos en la pobre cabaña, olvidados de todo y por todos.

- Hay que tener cuidado con lo que se desea, - murmuró Akiko para sí misma, y contempló las manos cuajadas de raíces que descansaban en el regazo de la madre, oscura y quieta como un viejo árbol cansado.

Pese a las esperanzas de la joven, los días pasaron y nadie acudía en su busca desde la Luna. El tiempo transcurría despacio entre jornadas de pesca y largas veladas en las que Osami y Akiko, Akiko y Osami, se contaban historias de sus respectivos mundos y aprendían a apreciarse mutuamente, hasta que sintieron muy dentro de sí que vivir apartados sería como vivir en dos mitades: difícil, triste y doloroso.

Se acostumbraron a la presencia de la madre vuelta de las sombras, se acostumbraron al olor espeso y salvaje, a los insectos. Se acostumbraron a verla en un rincón, a sus ocasionales murmullos y al incesante parloteo de Haru, que insistía en hablarle sin descanso con la esperanza de recibir respuesta a sus palabras y a sus caricias.


Y un día recibieron la visita del enviado de palacio. Habían llegado noticias de la existencia de un mágico ser de otro mundo, y el shogun exigía su derecho de propiedad sobre todo lo que poseyeran las familias a su servicio.

- No traiciones la memoria de tu padre, joven Osami. Cumple con tu deber y entréganos a la mujer.

Las manos de Osami fueron rápidas. Sin embargo, apenas empuñó la katana de su padre se dio cuenta de que la cabaña estaba rodeada de hombres acorazados, erizados de lanzas y con las espadas dispuestas para el ataque, una muralla gris de acero y rabia. Haru se retiró al lado de su madre y Akiko se adelantó, desafiante, para hacer frente a las tropas del Shogun…

Sonó un trueno, las sombras del bosque avanzaron sobre la cabaña. La madre, de pie en su rincón, hundió sus manos nudosas en la tierra y su mirada vacía se perdió en el cielo, llamando a la tempestad. Un rugido surgió de la tierra, raíces y ramas se agitaron bajo el suelo, lo abrieron. Un viento amargo derribó las paredes de la cabaña y azotó a los soldados, que cayeron como un castillo de naipes desbaratado por un huracán. El cielo de color sangre desató su furia. Osami, protegiendo con sus brazos el cuerpo menudo de su hermana, se acercó a Akiko.

- ¿Querrías llevarnos contigo a tu mundo, amiga mía?

- ¿Es ese tu deseo?

El joven miró a su hermana. Ella le devolvió la mirada y asintió.

- Llévanos contigo, Akiko-san.

- Que sea como dices, entonces.

Y hubo un vértigo, el sonido de la seda al rasgarse, el aroma furioso de un incendio azul. Durante unos segundos, los tres sintieron que cabalgaban a lomos de un dragón, una sombra de plata que agitaba lentamente sus alas hasta cubrir el horizonte. Durante unos segundos, el cielo giró en una espiral de estrellas encendidas. Durante unos segundos, no supieron dónde estaba su arriba y dónde su abajo.

Después, un paisaje blanco y gris, un soplo de aire frío.

- Bienvenidos, - dijo Akiko, inclinándose ante ellos.