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Les dije que hablaría de
Cristina Fernández Cubas y de mi relación con sus libros, y supongo que esto que ahora tecleo a ciegas, improvisando mientras se escucha en casa el tic-tac del reloj y a los vecinos de arriba que arrastran, inexplicablemente, todos sus muebles, o eso parece, podría ser una aproximación.
De ella me gusta la manera que tiene de hilar los argumentos, que en ocasiones son tan livianos, tan sutiles, que no pueden explicarse en voz alta, so pena de malograrlos en un hervor de balbuceos. De ella me gusta, también, que le gusta jugar con el género fantástico, que su obra podría definirse como un elegante flirteo con éste, con sus constantes, con sus formas y sus lugares comunes, con sus atmósferas. De ella me gusta que no apabulla, no lucha por estar en las mesas de novedades cada año, no se pierde por aparecer en listas de éxitos: trabaja despacio, como de oído, dejándose seducir por la historia y el placer de escribirla, acumulando con tranquilidad las páginas que, antes o después, pero casi siempre después, acabarán por formar parte de su próximo libro.
Recuerdo que sus dos primeros libros,
Mi hermana Elba y
Los altillos de Brumal, los descubrí después de leer una crítica elogiosa en algún periódico (
El País, imagino... pero hace tantos años que no puedo asegurarlo). Los busqué y conseguí comprarlos después de un tiempo. Eran dos volúmenes pequeños, editados con mimo por
Tusquets en su colección Ínfimos. En las cubiertas, en ambas, grabados como de cuento de hadas clásico, en blanco y negro. Leerlos fue deslumbrante: descubrir que esa magia podía surgir también aquí, en España, y de manos de una señora de la que nunca había oído hablar...
(Recuerdo los relatos que daban título a los libros: el primero, una recreación de la infancia como espacio mítico y terrible, frágil; el segundo, una visita mágica y macabra al pasado de quien lo narraba, a los escenarios en que transcurrió, también, su infancia. Los recuerdo, pero no los releo desde hace años: quizá no sea un recuerdo, sino una reconstrucción en función del hechizo que entonces me atrapó...)
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Con el tiempo, ha ido entregando de manera impuntual y con la elegancia caótica de quien hace las cosas por amor, diferentes títulos, casi siempre colecciones de tres o cuatro cuentos, pero también novelas, una obra de teatro e incluso una suerte de memorias a destiempo... Con el tiempo, su magia no ha dejado de ofrecerme momentos felices, siempre, en cada libro. (No ocurre lo mismo con
Adelaida García Morales, cuyos primeros títulos descubrí a la vez que los de
Fernández Cubas, más o menos:
El sur,
Bene,
El silencio de las sirenas,
La lógica del vampiro; sus obras posteriores se abismaron en un empeño inexplicable por ceñirse a la más polvorienta cotidianidad, se tornaron banales y exentas de cualquier atisbo de placer estético: un pecado imperdonable, si me permiten la
boutade.)
Con el tiempo ha llegado a publicar
Parientes pobres del diablo, que leí hace unos días, y que contiene tres relatos magníficos (uno de ellos, al menos, modélico: el que da título al libro). Qué quieren... Yo les diría que corran a comprarlo, que se aseguren un puñadito de horas de placer acariciando sus páginas, disfrutándolas. Pero ya me conocen: no tengo mesura, y si me gusta, me gusta a rabiar y no encuentro manera (ni ganas) de ser objetivo.