Curioseando entre CDs de vario pelaje descubrí distintos títulos que, de no ser porque no he cobrado aún la paga extra, estarían ahora sonando mientras les escribo estas líneas, y servirían de banda sonora para el inminente y peligroso fin de semana. Kate Bush, Adam and the Ants (sí, esos mismos; a mí me dio también como un ataque de vértigo...), Ultravox, Kikí D'Akí... Y un buen puñado de imprecisas intuiciones: una portada, ya saben, una referencia cruzada en la memoria que hace que salten las alarmas internas, un a ver a qué suena...
Después, en el metro, apoyado cerca de un ventanuco abierto para combatir el sofoco, me vino a la cabeza la obviedad: me gustaría tanto tener una banda sonora permanente, poder pasear por la acera del Jardín Botánico mientras suena un algo de DJShadow, fundir a The Cure cuando entro a trabajar y bajo las escaleras de piedra y me adentro en largos pasillos; dejar que suenen Los Secretos cada mañana, tomar cervezas con Vainica Doble y con Aztec Camera apagados por la conversación, por las risas... Que cada amiga, cada localización, cada momento de transición tengan su canción, su pedacito de Nyman o de Jobim.
Cosas obvias, en fin. Los viernes son así: propicios a lo banal. Cansancio acumulado y aceras abrasadas de sol.
(Menos mal que aún nos quedan Linus y Pig Pen...)