De vuelta a casa, el viento soplaba con fuerza. Un borrón anaranjado manchaba el horizonte, y las hojas secas barrían la acera. Yo caminaba con brío, el libro en la mano, pensando en qué hacer para cenar y procurando no pensar mucho en el día de mañana, el madrugón, las doce horas de trabajo.
(Y eso que, de justos es reconocerlo, estos días estoy en un puesto agradecido y cómodo. Nada que ver con lo habitual.)
A lo largo de la tarde he charlado bobadas dostoyevskianas con una compañera de cabeza dispersa, he visto a una muchacha de apenas cuarenta kilos que vestía seda negra y botas de motorista, he leído un ratito a Rodrigo Fresán, he asistido a una conversación en la que nativos de Nueva York se mostraban encantados con mi Madriz (menos ruido, más limpieza, un metro rápido y seguro... cielos, lo que debe ser la Gran Manzana...) y hasta he tomado un par de cañas, después del trabajo, en excelente compañía.
Ahora, mientras reposo la cena de emergencia y curioseo entre mi columna de favoritos, escucho un poquito a los Jam (bajito, que no son horas) y me voy concienciando para meterme en la cama...
Al otro lado de la ventana, con la noche ya del todo desatada, se escucha respirar a la nieve que cae despacio, muy despacio, en ráfagas blandas y lentas.
(No, los lobos están todos de puente... )
2 comentarios:
No me negarás que escuchar a los jam bajito es un poco como... como algo. Y aún así mola escucharlos. :-)
Es casi casi pecado, sí...
¡Pero mola tanto pecar, aunque sea así, en voz bajita...!
Saludos, compañero. (Se le admira desde aquí, por cierto: que lo sepa.)
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