Periódicamente regresan a mi salón las hormigas. Son pequeñas, aladas, y tardan unos días en hacer lo que sea que las hormigas de sus características hacen a estas alturas de año. Luego, mueren. (Es decir... mueren todos los días, pero de repente, sin más, dejan de estar.)
A ratos me preocupo. Y me pregunto de dónde salen.
Otras veces me siento en el prólogo de una vieja novela de Ballard, no sé, justo antes de que se desencadene la catástrofe que dio lugar a El mundo sumergido, algo así. (Que la cosa coincida con el repunte de calor que empieza a tenerme ya agotado, ayuda al ejercicio onírico...)
Hubo otras, antes. En la cocina, en el pasillo. Normales, de esas negras que se limitan a buscar comida y dibujan sus caminitos punteados sobre la plaqueta con minuciosidad de parvulitos. Uno se agachaba y, desde esa perspectiva, buscaba la entrada del hormiguero y la cerraba con silicona. A los pocos días aparecía otra entrada en otra parte, y el proceso se repetía.
Eran educadas, a su manera hormiguil. A pesar de dibujarme en la cocina todos los paralelos y meridianos del mundo, jamás se decidieron por la vertical, y no llegaron a descubrir que ahí, a unos centímetros del suelo, había azúcar, miel, harina...
Y desaparecieron. Un buen día, no se abrió otra boca del hormiguero.
Sus sustitutas apenas están por aquí dos, tres semanas, ya les digo... Resultan un poco molestas. Y provocan una sombra de ternura, también, cuando se descubre que lo del aterrizaje lo tienen muy poco estudiado, las pobres.
Pero hacen su trabajo con puntualidad envidiable: heraldos del calor.
El verano, señores, está ya aquí. Es oficial. No hagan caso de sus calendarios, no hay nada como un puñado de hormigas.
Se lo digo yo.