Es lo que tienen los domingos: la melancolía.
Recuerdo que, hace tiempo, quise empezar una novela con unas frases que venían a decir que el día más triste de la semana es el domingo, sobre todo por las tardes. La narradora, casi adolescente a punto de convertirse en trasunto madrileño de Miércoles Addams, contaba que su madre (divorciada, rubia, activa... pero que a veces se dejaba vencer por demasiadas cosas, se harán ustedes una idea) se las pasaba, las tardes de domingo, fumando, bebiendo café negro caliente, mirando por la ventana y escuchando bossa nova.
Todo muy plástico, claro.
Yo, hoy, llevo un rato largo curioseando en otros blogs, y la música la pone la señora Hardy (rubia, también; de vuelta de muchas cosas, también).
Y en otro rato, una vez me haya pasado por aquí para poner un segundo granito de arena, a ver si acaso, apagaré el chisme y me pondré a leer otro poquito.
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(Antes de que se me olvide, que igual estos días ando un poco distraído: que el viernes sale de Chamartín el Tren Negro, a primera hora; y esa misma tarde se inaugurará la Semana Negra; arriba, sí; en Gijón. No, yo iré más tarde, para el día 13, si no pasa nada raro. Y otra cosa: que el jueves se presenta La diosa sumergida, del maestro Calatayud, en el Espacio Sinsentido, a eso de las ocho de la tarde. Que sí, que a esto sí que me acercaré con tiempo, seguramente.)