Fats Waller está escrito por un Carlos Sampayo brillante y afilado, y tiene imágenes de Igort, uno de esos artistas que coincidieron en Valvoline (Carpinteri, Mattotti... hasta Burns...) y desde entonces no ha hecho más que desnudar su trazo, reducirse a lo esencial, liberarse de lastres barrocos.
Me pregunto qué habrá sido de Carpinteri. Para mí, el más dotado de todos ellos... (¿Lo recuerdan? Hay cosas suyas en viejos números de El Víbora.)
Valvoline era un grupo, un colectivo, un experimento, un volatín a destiempo.
En Fats Waller hay poesía, hay una visión amable de la mitología del jazz y de la mitología de la creación artística; y de la mitología de la compasión.
A mí, me encanta asomarme a estas horas (casi la una de la madrugada) a la ventana, respirar la noche, dejar que el silencio me limpie los oídos.
(La una... ¿qué hago aquí, aún? Por las mañanas no hay manera de levantarse, y ahora...)
Fats Waller está editado, con mimo, por Sinsentido, y es de una belleza cubista: planos de realidad que confluyen a veces en ángulos insólitos, un paisaje de apariencia caótica, una sinfonía de sirenas de fábrica. Una aventura y las calles húmedas, y humo de tabaco, y sonrisas manchadas de carmín, y papeles arrugados, y licor barato, y barcos silenciosos en la niebla, y canciones.