Esta cosa de la Internet, que es casi magia. Uno pone en el éter un texto, alguien lo captura, lo lee, contesta. Uno pone, en su texto, un enlace, que a su vez lleva a otro sitio, a diez lugares conectados así, lateralmente, un poco al azar de las afinidades particulares de quien escribe. Y de esa madeja, de esa maraña impredecible llegan respuestas, mensajes que son casi una aventura y, por supuesto, mapas de un tesoro.
Hace ya casi un año (once meses, día más o día menos), cuando aún trasteaba yo aquí sin hacerlo público, me llegó un mensaje, un comentario de alguien de ultramar (Argentina, si no recuerdo mal) que había leído mis tres días de bitácora y saludaba desde su, también, poquito tiempo en el aire. Curioseé, como era de ley, y encontré un post bonito, emotivo, contando de una noche, de mirar pasar los trenes desde el auto parado, de la modorra tierna de haber bebido algo de más al lado de alguien especial...
Hace unos meses, descubrí en los comentarios una nota de alguien que, en castellano macarrónico, decía que, en efecto, el tal Carrere no era nada conocido, que no le sonaba de nada. Curioseé, de nuevo: una quinceañera gringa escribía su blog desde clase, mientras su profesor les hablaba no recuerdo si de La roja insignia del valor o de Sin novedad en el frente. La saludé, me devolvió el saludo (le pareció muy divertido mezclar idiomas así: ella estudiaba allá español). Abandonó el blog al poco tiempo. Le gustaban mucho Stone Temple Pilots, si mal no recuerdo.
Cuando hace poco les comenté a ustedes de la bitácora de la vendedora de Avon y la enlacé, ella tardó apenas un día en responder con un Muchos gracias!
Y hace dos días recibí una carta digital de Argentina, otra vez. Una jovencita, D, había tropezado con este espacio de manera accidental y decidió decir ¡Hola! Lectora de Benedetti, estudiante de Filosofía, enamorada de Buenos Aires.
Todo esto así, de manera espontánea, accidental.
Por no hablar de la gente que entra en el rincón de los comentarios para dejar su opinión, para saludar, para preguntar, para dejar constancia de que están ahí...
Como dejar las ventanas abiertas y leer en voz alta.
(Una noche, hace ya mucho, descubrí a un gato en el alféizar de la ventana abierta, precisamente. Era tarde, hacía calor. Él miraba, no se decidía. Estaba congelado en esa posición elástica, a punto de saltar adentro. Le miré, me miró. Se volvió, se fue.)